Comentario
A medida que avanzaba el siglo XIX, la prensa se fue consolidando como el principal medio de difusión de noticias e ideas a través de las que se influía en los estados de opinión. De todas formas, como han señalado A. Bahamonde y J. Martínez, dadas las trabas económicas y alfabetizadoras, su difusión se extendía a grupos determinados de clases medias, aunque su influencia indirecta llegaba a todo el país. Predomina la prensa doctrinal política, cuyo máximo exponente fue el Boletín de Comercio, que difundió el ideario liberal. En el período isabelino siguieron esta línea diarios como El Clamor Público, El Español, La Iberia o La Democracia. La Época, nacido en 1849, fue el gran periódico conservador, que, mediante suscripción, llegaba a toda España. Los años 60 contemplaron, además, el nacimiento de un tipo de periódico de información general, menos sujeto a directrices políticas concretas. En este plano, destacó La Correspondencia de España y El Imparcial.
El tendido de la red ferroviaria a partir de la segunda mitad de los años cincuenta fue muy importante para multiplicar el volumen de correspondencia. Con el transporte rápido de periódicos y el aumento de los lectores, se favoreció la integración social y cultural del país.
Junto a los periódicos de opinión e información, en los años treinta se fue abriendo paso un tipo de revista que atendía los más variados temas con páginas ilustradas. El Semanario Pintoresco Español se fundó en 1836 por Mesonero Romanos y posteriormente fue dirigido por Fernández de los Ríos. Los propios títulos de otras revistas eran ya expresivos de su contenido: El Museo Universal, El Museo de las Familias, El Observatorio Pintoresco o Los españoles pintados por sí mismos. Dirigidas a la clase media, eran tanto reflejo como difusor de las costumbres e ideas.
En conjunto, sumados diarios y revistas, a comienzos de los años sesenta había registrados en España 373 cabeceras. Muchas de estas publicaciones tenían una escasa difusión local.
Los libros en estos años tuvieron una importancia decisiva. Como señala Jesús Martínez, se creó un nuevo tipo de público lector y se extendió a mayores capas de la población.
Las librerías aumentaron considerablemente en número y se organizaron con mayor sentido comercial. Muchos de sus clientes acudían habitualmente al proliferar la venta por entregas y las colecciones, lo que los editores encontraron un buen sistema de venta. Además, frecuentemente unidos a librerías, surgieron los gabinetes de lectura, auténticas bibliotecas en las que el libro se alquilaba.
Las bibliotecas familiares y personales a principios de siglo eran pocas y mal dotadas. En el análisis temático de las bibliotecas familiares valencianas que ha hecho G. Lamarca, que abarca hasta la primera década del siglo XIX, destaca el hecho ya conocido del abrumador predominio de la literatura religiosa y, entre ellas, hay más devocionarios y libros de espiritualidad (Fray Luis de Granada y Santa Teresa de Jesús) que Biblias y estudios teológicos. Continúan los clásicos latinos (especialmente Virgilio y Cicerón). El resto de las materias son minoritarias. Entre las obras literarias, se mantienen El Quijote y los autores del Siglo de Oro. Los libros jurídicos son más de jurisprudencia que de teoría. La filosofía ilustrada y la ciencia de la época están muy poco representadas en las bibliotecas. Los libros, que se encuentran en las casas de muy pocas personas, teóricamente las minorías ilustradas, no son en su mayoría un elemento difusor de un mundo nuevo, sino estabilizador de un mundo antiguo.
Por contraste, en el reinado isabelino, las bibliotecas se hicieron costumbre en ciertos grupos sociales urbanos y entre los más ilustrados de los medios rurales. Con frecuencia, superaban el centenar de títulos y sus fondos, como ha estudiado Jesús Martínez, eran variados, llenos del pensamiento crítico de Feijoo y Campomanes o de títulos sobre la Revolución Francesa y los pensadores de la época. No es extraño el derecho político de Montesquieu, los tratados roussonianos sobre educación, las obras de Condillac, Voltaire o Fenelón, sin olvidar las propias reacciones de la apologética católica. En el heterogéneo mundo de las clases medias, se despierta un interés creciente por la lectura, aunque el porcentaje de lectores es menor que en el grupo anterior. Tienen algunos estantes de libros en los que predomina la literatura y los libros piadosos. Una cierta novedad es la multiplicación de las traducciones de libros franceses. Numerosas obras de literatura, pensamiento o ciencia procedentes de Inglaterra o Alemania fueron leídas así por los españoles cultos. No todo eran traducciones, según el estudio de Jesús Martínez para los años 1830 a 1870, ya que en las bibliotecas privadas de los políticos, profesionales y militares de Madrid había de un 10 a un 20% de títulos en francés. Estos trataban sobre todo de ciencia, técnica, derecho, política e historia. En cuanto a literatura, no es de extrañar la mayor lectura de la francesa dado que la española de aquellos años no se caracteriza por su brillantez. Dominada por el romanticismo en la poesía de Espronceda y Bécquer y en la obra dramática del duque de Rivas, Martínez de la Rosa o Zorrilla, que imitan el teatro del Siglo de Oro con obras de éxito como Don Alvaro o la fuerza del sino del Duque de Rivas (1835) o Don Juan Tenorio de Zorrilla (1844). El año 1849, con la publicación de La Gaviota de Fernán Caballero, marca la tendencia hacia el realismo, un nuevo género en el que los temas resultan más próximos a los lectores.
Además de las bibliotecas particulares, los años cincuenta y sesenta fueron testigos de la creación de un buen número de bibliotecas en toda España. En sólo una década, desde 1860 a 1870, las bibliotecas de las sociedades científicas y ateneos se multiplicaron por dos y cuadruplicaron sus fondos. Las llamadas Bibliotecas Populares se difundieron por los barrios de las ciudades y pueblos grandes e hicieron una magnífica labor. En 1880 eran ya 700. Si cada una de ellas no contaba con muchos libros, éstos eran suficientes para una población que, en muchos casos, se asomaban por primera vez a ellos. Hay que tener en cuenta que la red que por entonces se estaba organizando de enseñanza media, formada por los colegios privados y los institutos, así como las universidades, contaba en cada uno de ellos con bibliotecas mejor o peor dotadas pero, en todo caso, bastante utilizadas. Madrid, desde 1866, fue sede de un proyecto de centralización de la cultura bibliográfica del país, que se consolidó con el edificio de la Biblioteca Nacional de 1892.
Madrid se configuró como el gran centro editor español. Hasta 1860, el más importante impresor, editor y librero fue Francisco de Paula Mellado. En 1846, habían salido de su establecimiento 155.000 volúmenes. Publicó un importante repertorio de títulos, desde obras de Quevedo a Modesto Lafuente, revistas ilustradas, diccionarios y obras por entregas. En este género de novelas por entregas se especializaron la casa de Gaspar y Roig y la Sociedad Literaria de Madrid (1842), lo que popularizó obras de la literatura europea, especialmente del realismo francés. La novedad del mundo editorial fue la constitución de auténticas empresas como la de Manuel Rivadeneyra, establecida en Madrid desde 1837, que publicó la Biblioteca de Autores Españoles, la Unión Literaria, fundada en 1843 con la colaboración de Mellado, La Ilustración o La Sociedad Literario-Tipográfica Española. Junto a estas editoriales subsistieron, en Madrid y en otras ciudades españolas, pequeñas imprentas editoras de carácter familiar, vinculadas frecuentemente a la prensa local.